Hola a tod@s: como les había prometido, de a poco, voy a ir haciendo un resumen de todo lo que pasó en las III Jornadas. La primera entrega es la conferencia que la escritora Ema Wolf dictó el sábado 22 de octubre. Ahí va:
Textos sencillos. Desde dónde escribirPor Ema Wolf
Nunca pensé mucho, debo decir, en los procesos creativos. Cuando era estudiante y los profesores hablaban del proceso creativo de un texto, yo a menudo veía solamente conjeturas, algunas incluso demasiado audaces; y lo único que se presentaba ante mí con claridad, y me maravillaba, era el resultado, no el proceso. Nunca estaba segura de que estuvieran describiendo las cosas como realmente habían ocurrido.
Con respecto a mis libros, me da pudor usar la expresión “proceso creativo”. Es “trabajo”, y punto. Y en este trabajo –se sabe- hay una parte racional, comunicable, y otra inconsciente, casual, por lo tanto involuntaria, de la que el autor no puede dar cuenta.
Entonces lo único que puedo hacer es aproximarme a la parte visible del iceberg y contarles un poco mi punto de vista sobre este trabajo.
Dije muchas veces que no me cerraba la palabra “infantil” para referirme a lo hecho por adultos. Llamo “dibujo infantil” a un dibujo hecho por un chico, “cuento infantil” a un cuento escrito por un chico, “juegos infantiles” a los juegos que juegan los chicos, pero lo que hace un adulto -desde su lugar de adulto, que, creo, es el único posible-, difícilmente pueda calificarse de infantil. Y cuando un adulto trata de “hacer a la manera de los chicos” el resultado suele ser poco feliz para todos, empezando por los chicos.
Me gusta hablar entonces de libros “para chicos”, se trate de libros de los que ellos se apropiaron (estoy pensando en algunos autores de la histórica colección Robin Hood) o que fueron escritos pensando en ellos, considerándolos como destinatarios posibles. Estos textos existieron, existen; la industria editorial los reconoce y los hace circular por carriles muy nítidos –bastante rígidos a mi entender; y cuando no se subestimó a los receptores sólo porque tenían pocos años, se crearon cosas muy hermosas, hermosas para todos los lectores.
Es llamativo cómo algunos adultos, a la hora de considerar un cuento, una canción, una obra de teatro para chicos, desconectan su propio juicio de valor. Adoptan una especie de repliegue cortés, de cautela, se abstienen de emitir una opinión categórica; tal vez piensan: “esto a mí no me gusta, pero a lo mejor para los chicos está bien”, como si ese receptor fuera un alien, un “otro”, distinto, y a ese cuento -o lo que fuere- no lo alcanzaran los parámetros de calidad comunes a todos. Hay como una disociación en la estética. Esta disociación, por cierto, nos da a los autores una impunidad peligrosa: siempre queda flotando la sospecha de que esto es así no porque esté mal hecho sino porque es para chicos.
En realidad no se comprende por qué, siendo todos miembros de una comunidad -cultural-, lo que no es aceptable para alguien de 40 años debería serlo para alguien de 10. Sin embargo, como les decía, algunos suspenden su apreciación. Esto me llama la atención quizás porque, como muchos de mi generación -y otras posteriores-, fui una lectora promiscua, que leía lo que había sido escrito para mí y lo que no, iba y venía por un territorio muy generoso, muy variado, desprolijo, las lecturas no estaban compartimentadas (Y permítanme una digresión: nunca nadie me pidió que diera cuenta de lo que leía, nadie me ponía a trabajar con los textos, nadie me preguntaba qué había entendido, mi vínculo con la lectura era íntimo, terriblemente privado; y esta digresión me lleva a otra: creo que hoy el tema de debate es el cambio que la escolarización de la lectura significó para esta forma tan libre de leer; cambio hacia una forma colectiva, pública, laboriosa, ineludible, que despoja a la lectura de su cariz transgresor, a veces clandestino, y que para mí fue vital para convertirme en lectora de por vida. La escuela propone una lectura controlada, frente a la cual la tecnología, con sus ofertas, se presenta como mucho más transgresiva y atrayente. Esto no es una queja reaccionaria, es lo que se ve. No podemos esperar que esta lectura pasada por la escuela tenga aquel mismo impacto. El Eternauta entró a la escuela, pero no es el mismo Eternauta, y debemos tener claro esto. Pero es tema para pedagogos, no para autores de ficción) Volviendo a lo que decía sobre esta especie de estética doble, se me ocurre que lo que había en la biblioteca de las casas se consideraba de una calidad aceptable para cualquiera. Cuando mi papá me compró “La Reina de las Nieves” seguramente pensaba que era un buen libro, no que era bueno sólo para mí.
Por supuesto que no creo que haya una estética para los chicos y otra para los grandes. Los adultos podemos demorarnos con placer en un libro para chicos y una persona de diez años puede intentar abordar un libro complejo; son gestos naturales, impulsos curiosos que nadie tiene por qué autocuestionarse ni desalentar en otros. (Sin embargo, en las ferias y librerías vemos que todo el tiempo les señalan a los chicos esos falsos escalones que traban el impulso lector…) El mejor lector será el que pueda circular, cartonear entre los libros, vincularse con ellos sin aprensiones, elegir uno sin pensar que esa elección pueda implicar error o fracaso; es el que nunca va a sentir que se equivocó con un libro, porque no hay lugar al error: se prueba, y en el hecho de probar ya hay ganancia.
Señal de esta desconexión en el modo de mirar es también la sorpresa vergonzante con que algunos adultos nos confiesan haber disfrutado un libro nuestro. ¿Por qué no? No estamos frente a lectores de primera y lectores de segunda. Por esa misma desconexión de pronto nos preguntan si está bien que los chicos lean tal o cual cosa (aún hoy Harry Potter). Entonces, los adultos, por un lado, no se entregan confiados a su criterio, y por otro no están seguros de que los chicos sean capaces de “acertar” en la elección. Piden que un “especialista” -como si tal cosa existiera- legitime esa lectura.
El criterio del adulto no sólo es válido, es irrenunciable; debe sostenerlo, no escamotearlo, tanto como creo que los chicos hay que dejarlos hacer sus propias elecciones. A los 9, 10 años éramos lectores zapalleros, y sólo en la medida que pudimos seguir probando –los que pudimos seguir probando- logramos hacer lugar en nuestro gusto a textos más exigentes, más sutiles.
A veces se me ocurre que también algunos autores también distancian su apreciación, se separan del texto; como si produjeran algo que no les es del todo propio; algo como: yo escribo esto, pero ojo, que quede claro que yo no soy el lector de esto. Cuando él es el primer lector de lo que hizo, y el primer crítico también.
Nunca pensé mucho, debo decir, en los procesos creativos. Cuando era estudiante y los profesores hablaban del proceso creativo de un texto, yo a menudo veía solamente conjeturas, algunas incluso demasiado audaces; y lo único que se presentaba ante mí con claridad, y me maravillaba, era el resultado, no el proceso. Nunca estaba segura de que estuvieran describiendo las cosas como realmente habían ocurrido.
Con respecto a mis libros, me da pudor usar la expresión “proceso creativo”. Es “trabajo”, y punto. Y en este trabajo –se sabe- hay una parte racional, comunicable, y otra inconsciente, casual, por lo tanto involuntaria, de la que el autor no puede dar cuenta.
Entonces lo único que puedo hacer es aproximarme a la parte visible del iceberg y contarles un poco mi punto de vista sobre este trabajo.
Dije muchas veces que no me cerraba la palabra “infantil” para referirme a lo hecho por adultos. Llamo “dibujo infantil” a un dibujo hecho por un chico, “cuento infantil” a un cuento escrito por un chico, “juegos infantiles” a los juegos que juegan los chicos, pero lo que hace un adulto -desde su lugar de adulto, que, creo, es el único posible-, difícilmente pueda calificarse de infantil. Y cuando un adulto trata de “hacer a la manera de los chicos” el resultado suele ser poco feliz para todos, empezando por los chicos.
Me gusta hablar entonces de libros “para chicos”, se trate de libros de los que ellos se apropiaron (estoy pensando en algunos autores de la histórica colección Robin Hood) o que fueron escritos pensando en ellos, considerándolos como destinatarios posibles. Estos textos existieron, existen; la industria editorial los reconoce y los hace circular por carriles muy nítidos –bastante rígidos a mi entender; y cuando no se subestimó a los receptores sólo porque tenían pocos años, se crearon cosas muy hermosas, hermosas para todos los lectores.
Es llamativo cómo algunos adultos, a la hora de considerar un cuento, una canción, una obra de teatro para chicos, desconectan su propio juicio de valor. Adoptan una especie de repliegue cortés, de cautela, se abstienen de emitir una opinión categórica; tal vez piensan: “esto a mí no me gusta, pero a lo mejor para los chicos está bien”, como si ese receptor fuera un alien, un “otro”, distinto, y a ese cuento -o lo que fuere- no lo alcanzaran los parámetros de calidad comunes a todos. Hay como una disociación en la estética. Esta disociación, por cierto, nos da a los autores una impunidad peligrosa: siempre queda flotando la sospecha de que esto es así no porque esté mal hecho sino porque es para chicos.
En realidad no se comprende por qué, siendo todos miembros de una comunidad -cultural-, lo que no es aceptable para alguien de 40 años debería serlo para alguien de 10. Sin embargo, como les decía, algunos suspenden su apreciación. Esto me llama la atención quizás porque, como muchos de mi generación -y otras posteriores-, fui una lectora promiscua, que leía lo que había sido escrito para mí y lo que no, iba y venía por un territorio muy generoso, muy variado, desprolijo, las lecturas no estaban compartimentadas (Y permítanme una digresión: nunca nadie me pidió que diera cuenta de lo que leía, nadie me ponía a trabajar con los textos, nadie me preguntaba qué había entendido, mi vínculo con la lectura era íntimo, terriblemente privado; y esta digresión me lleva a otra: creo que hoy el tema de debate es el cambio que la escolarización de la lectura significó para esta forma tan libre de leer; cambio hacia una forma colectiva, pública, laboriosa, ineludible, que despoja a la lectura de su cariz transgresor, a veces clandestino, y que para mí fue vital para convertirme en lectora de por vida. La escuela propone una lectura controlada, frente a la cual la tecnología, con sus ofertas, se presenta como mucho más transgresiva y atrayente. Esto no es una queja reaccionaria, es lo que se ve. No podemos esperar que esta lectura pasada por la escuela tenga aquel mismo impacto. El Eternauta entró a la escuela, pero no es el mismo Eternauta, y debemos tener claro esto. Pero es tema para pedagogos, no para autores de ficción) Volviendo a lo que decía sobre esta especie de estética doble, se me ocurre que lo que había en la biblioteca de las casas se consideraba de una calidad aceptable para cualquiera. Cuando mi papá me compró “La Reina de las Nieves” seguramente pensaba que era un buen libro, no que era bueno sólo para mí.
Por supuesto que no creo que haya una estética para los chicos y otra para los grandes. Los adultos podemos demorarnos con placer en un libro para chicos y una persona de diez años puede intentar abordar un libro complejo; son gestos naturales, impulsos curiosos que nadie tiene por qué autocuestionarse ni desalentar en otros. (Sin embargo, en las ferias y librerías vemos que todo el tiempo les señalan a los chicos esos falsos escalones que traban el impulso lector…) El mejor lector será el que pueda circular, cartonear entre los libros, vincularse con ellos sin aprensiones, elegir uno sin pensar que esa elección pueda implicar error o fracaso; es el que nunca va a sentir que se equivocó con un libro, porque no hay lugar al error: se prueba, y en el hecho de probar ya hay ganancia.
Señal de esta desconexión en el modo de mirar es también la sorpresa vergonzante con que algunos adultos nos confiesan haber disfrutado un libro nuestro. ¿Por qué no? No estamos frente a lectores de primera y lectores de segunda. Por esa misma desconexión de pronto nos preguntan si está bien que los chicos lean tal o cual cosa (aún hoy Harry Potter). Entonces, los adultos, por un lado, no se entregan confiados a su criterio, y por otro no están seguros de que los chicos sean capaces de “acertar” en la elección. Piden que un “especialista” -como si tal cosa existiera- legitime esa lectura.
El criterio del adulto no sólo es válido, es irrenunciable; debe sostenerlo, no escamotearlo, tanto como creo que los chicos hay que dejarlos hacer sus propias elecciones. A los 9, 10 años éramos lectores zapalleros, y sólo en la medida que pudimos seguir probando –los que pudimos seguir probando- logramos hacer lugar en nuestro gusto a textos más exigentes, más sutiles.
A veces se me ocurre que también algunos autores también distancian su apreciación, se separan del texto; como si produjeran algo que no les es del todo propio; algo como: yo escribo esto, pero ojo, que quede claro que yo no soy el lector de esto. Cuando él es el primer lector de lo que hizo, y el primer crítico también.
Tal vez esa desconexión estética es el nudo de muchas cuestiones que rondan la literatura para chicos; que hay preguntas que desaparecerían o se reformularían si esta cuestión se pusiera sobre la mesa. Por ejemplo ésta -a la que me voy a referir- de cómo hacer para capturar el niño de hoy, distinto del de ayer, o cómo piensa el autor al destinatario de sus libros. Son preguntas que sacan a la luz una fractura.
Para quién es un texto lo dirá la exigencia que el texto proponga. Será, primero, para el que lo entienda; luego, para el que lo disfrute.
Por supuesto, el autor no es totalmente ignorante de la edad del receptor: si estoy escribiendo el cuento de la momia desatada el sentido común me dice que un chico va a poder leerlo. Cuando empezamos a escribir El turno de escriba con Graciela Montes nunca se nos planteó la cuestión de para quién sería ese libro, nunca hubo una reflexión sobre “y ahora para quiénes vamos a escribir”. ¿Por qué? Porque en la idea inicial ya estaban contenidos, como en un embrión, los elementos que, al desplegarlos, iban a hacer de ese texto algo inabordable para un nene; elementos obvios: el libro pedía una formación que fuera más allá de la primaria, alguna noción sobre la historia política europea, alguna familiaridad con lenguas extranjeras, un lector que no entrara en pánico ante una frase en latín, con cierta autonomía de vuelo debido a la extensión del texto. Y la presunción es que los chicos que conocemos no disponen de esos recursos. No todavía, es lo que podemos decir.
Yo quiero insistir en que la edad se conecta con la elección de la idea; que la edad no necesariamente es una decisión a priori; y que no condiciona la factura del texto porque es la idea la que nos va a proporcionar los recursos -enseguida les digo cómo. La edad del lector, entonces, de algún modo es la consecuencia de lo que decidiste contar.
Recordemos también que la edad ofrece contornos imprecisos; hay chicos, en este amplio y desigual país, que tienen una competencia lectora mayor que la de algunos adultos. El adulto tácitamente se asume como modelo de lector, pero esta es una verdad relativa porque la competencia, se sabe, depende de un cúmulo de cosas: educación, estímulos recibidos, curiosidad. Confieso que más de una vez hubiera preferido que los primeros receptores de un texto hubiesen sido los chicos y no el adulto mediador, porque la lectura de ese adulto estaba tan interferida por prejuicios: pedagógicos, psicológicos, morales, de comportamiento, de lenguaje, que había acabado distorsionando el texto, alejándolo del lugar, por cierto muy poco ambicioso, donde yo lo había puesto. Había prevalecido el sentido utilitario. Y los chicos, que ven al adulto como autoridad, terminan adoptando esa lectura. Pero, claro, el autor no es el dueño de las lecturas que sus textos provocan, y en general, como invitado, además, no se anima a discutir –al menos yo. Ya se sabe: cada uno de nosotros lee como puede –y pregunta lo que puede, ej. en las escuelas-, lee con los dispositivos de los cuales dispone; y el adulto igual: si ha internalizado que la literatura sirve a algún fin práctico, como educar, y que hay que aprovecharla en ese sentido, es difícil que logre salirse de ese “aparato”, “sistema”; va a encontrar señales de lo que busque aun donde no las haya. (Ej. de traducción de sentido, hermenéutica, qué quería decir usted cuando dijo tal cosa. Es curioso: son lecturas que pinchan el suflé)
Por otro lado, las hipótesis sobre la edad del lector se vuelven aún más inciertas cuando el paisaje es otro y los lectores están lejos. (Ej: edición vietnamita de “Pollos de campo”; no sé qué edad tienen esos lectores; el diseño no me dice nada sobre la edad; ni sé con qué capital va a acercarse a ese libro; ignoro todo acerca de ese receptor y el receptor ignora todo de mí; yo nunca pude prever a esos lectores ni ellos a mí; libro muy local con rastreador mítico; pinta tu aldea y te leerá un vietnamita)
Entonces me hace sonreir que me pregunten cómo imagino a mi lector, o escuchar a un autor decir que sabe quién es su lector y qué quiere, imaginar que tiene una intuición tan fina que puede “administrar” sus intereses. Tampoco aspiro a conocer-controlar a mi lector. Alguien que habitualmente escribe ficción para adultos no lo haría; entonces ¿por qué nosotros sí?
Para quién es un texto lo dirá la exigencia que el texto proponga. Será, primero, para el que lo entienda; luego, para el que lo disfrute.
Por supuesto, el autor no es totalmente ignorante de la edad del receptor: si estoy escribiendo el cuento de la momia desatada el sentido común me dice que un chico va a poder leerlo. Cuando empezamos a escribir El turno de escriba con Graciela Montes nunca se nos planteó la cuestión de para quién sería ese libro, nunca hubo una reflexión sobre “y ahora para quiénes vamos a escribir”. ¿Por qué? Porque en la idea inicial ya estaban contenidos, como en un embrión, los elementos que, al desplegarlos, iban a hacer de ese texto algo inabordable para un nene; elementos obvios: el libro pedía una formación que fuera más allá de la primaria, alguna noción sobre la historia política europea, alguna familiaridad con lenguas extranjeras, un lector que no entrara en pánico ante una frase en latín, con cierta autonomía de vuelo debido a la extensión del texto. Y la presunción es que los chicos que conocemos no disponen de esos recursos. No todavía, es lo que podemos decir.
Yo quiero insistir en que la edad se conecta con la elección de la idea; que la edad no necesariamente es una decisión a priori; y que no condiciona la factura del texto porque es la idea la que nos va a proporcionar los recursos -enseguida les digo cómo. La edad del lector, entonces, de algún modo es la consecuencia de lo que decidiste contar.
Recordemos también que la edad ofrece contornos imprecisos; hay chicos, en este amplio y desigual país, que tienen una competencia lectora mayor que la de algunos adultos. El adulto tácitamente se asume como modelo de lector, pero esta es una verdad relativa porque la competencia, se sabe, depende de un cúmulo de cosas: educación, estímulos recibidos, curiosidad. Confieso que más de una vez hubiera preferido que los primeros receptores de un texto hubiesen sido los chicos y no el adulto mediador, porque la lectura de ese adulto estaba tan interferida por prejuicios: pedagógicos, psicológicos, morales, de comportamiento, de lenguaje, que había acabado distorsionando el texto, alejándolo del lugar, por cierto muy poco ambicioso, donde yo lo había puesto. Había prevalecido el sentido utilitario. Y los chicos, que ven al adulto como autoridad, terminan adoptando esa lectura. Pero, claro, el autor no es el dueño de las lecturas que sus textos provocan, y en general, como invitado, además, no se anima a discutir –al menos yo. Ya se sabe: cada uno de nosotros lee como puede –y pregunta lo que puede, ej. en las escuelas-, lee con los dispositivos de los cuales dispone; y el adulto igual: si ha internalizado que la literatura sirve a algún fin práctico, como educar, y que hay que aprovecharla en ese sentido, es difícil que logre salirse de ese “aparato”, “sistema”; va a encontrar señales de lo que busque aun donde no las haya. (Ej. de traducción de sentido, hermenéutica, qué quería decir usted cuando dijo tal cosa. Es curioso: son lecturas que pinchan el suflé)
Por otro lado, las hipótesis sobre la edad del lector se vuelven aún más inciertas cuando el paisaje es otro y los lectores están lejos. (Ej: edición vietnamita de “Pollos de campo”; no sé qué edad tienen esos lectores; el diseño no me dice nada sobre la edad; ni sé con qué capital va a acercarse a ese libro; ignoro todo acerca de ese receptor y el receptor ignora todo de mí; yo nunca pude prever a esos lectores ni ellos a mí; libro muy local con rastreador mítico; pinta tu aldea y te leerá un vietnamita)
Entonces me hace sonreir que me pregunten cómo imagino a mi lector, o escuchar a un autor decir que sabe quién es su lector y qué quiere, imaginar que tiene una intuición tan fina que puede “administrar” sus intereses. Tampoco aspiro a conocer-controlar a mi lector. Alguien que habitualmente escribe ficción para adultos no lo haría; entonces ¿por qué nosotros sí?
Si me preguntan qué es un texto para chicos realmente no lo sé.
Tampoco podría precisar en qué consiste el llamado género infantil. Los géneros, hasta dónde sé, se agrupan por los asuntos (terror, ciencia ficción, etc.) o por cuestiones formales (el teatro, la poesía) pero no por algo tan aleatorio como la edad del receptor. (Podría haber un género senil…) Sí creo que hay libros para chicos donde se manifiestan con fuerza ciertas marcas: énfasis, diminutivos, reiteración (“justo justo”), abuso de la sinestesia; marcas viejas y nuevas, algunas en vías de extinción, que son las que vuelven torpes los textos, las que a mí, al menos, no me gustan incluso cuando las descubro en mis propios textos. Marcas que literariamente los debilitan, como siempre que se carga algo de intenciones. Textos que se vuelven autoritarios, o por saturados o por unívocos. (Algo que también ocurre en textos para adultos: los mensajes del realismo socialista; la redundancia de los folletines; entonces vemos otra vez que se presentan hermanados, en lo bueno y en lo malo, en una misma estética, los textos para grandes y los textos para chicos)
Diría, entonces, que un texto para chicos es un texto sencillo. Y no mucho más.
La adjudicación por edad de las contratapas se vincula con una preocupación comercial, -si quiere les explico más- y, como les decía, no con la producción del texto: si al escribir yo incorporo ciertos recursos y descarto otros –esto también lo dije muchas veces- no es como concesión a la edad del lector sino como tributo a la coherencia entre una idea y su desarrollo, una idea y su realización; es por una cuestión de armonía que yo no me puedo ponerme gongorina o faulkneriana o ponerme a reconstruir el lenguaje y crear neologismos a lo Guimaraes Rosa si estoy escribiendo la sencilla historia de un vampiro que acaba en las garras de la ortodoncista. Porque el asunto de mi relato y esos recursos se estarían dando de patadas; se produciría un ruido; pero si necesito la palabra “palanquín” no dejo de usarla porque presumo que los chicos no la conocen –presumir desconocimiento en el receptor es la mejor manera de sostenerlo en el desconocimiento-. Así que los problemas de un texto son los propios del texto, se remiten a él y se resuelven en él; o no se resuelven y el cuento sale para el demonio, pero lo que no sirve es traer consideraciones extraliterarias, vinculadas a la condición “civil” de los lectores.
Por otra parte, decir que uno conoce a su lector supone pensar -creo- al lector en un bloque, no como individuos diferenciados; pensar en “el chico lector”, un proto-niño, un mínimo común denominador de niño. Y yo no puedo pensar a los lectores sino como sujetos diferentes, que se acercan a los textos con sus preferencias, sus fobias, sus posibilidades, sus limitaciones, sus estados de ánimo; al punto de que nunca podemos estar seguros de interesarlos en lo que stamos ofreciendo. Entonces pensemos a los lectores en plural: cierto número de personas autónomas que se acercan a los libros, cada uno desde su propia historia.
Como tampoco me sale pensar en “la infancia” cuando escribo; es una abstracción; un concepto que maneja la psicología, la pediatría, las disciplinas, pero que al que cuenta historias no le sirve, no le proporciona ninguna ventaja.
Como tampoco me veo metiéndome en la cabeza de “el” chico, mimetizándome con él para escribir para él; porque sólo copiaría a ese proto-chico que reúne todas las características conocidas y deseables. Hay libros que buscan una identificación inmediata de el lector-tipo con el protagonista -igual que cierta literatura para adolescentes que hacía pensar que los adolescentes eran esos que sólo podían interesarse en su ombligo-. En estos libros el protagonista reproduce a esa síntesis de lector, copia sus hábitos, lenguaje, conflictos, lo refleja como en un espejo. La pregunta entonces es ¿qué le suma el texto a ese lector? Porque nadie pretende enseñarle nada al lector, pero es de esperar que sea mínimamente modificado por el texto, de lo contrario no tendría sentido alentar la lectura. A veces el lector se encontrará con una palabra nueva, un punto de vista diferente, cierta información, es decir: con algo que no sea simplemente redundar, corroborarlo en lo que ya sabe y puede. Pero no como propósito, no con deliberación, no con afán pedagógico, sino porque es parte de un contrato: el contrato elemental, mínimo que se establece necesariamente en todo acto de comunicación: agregar algo al otro.
Nosotros no escribimos para multiplicar libros como gaseosas, ni siquiera escribimos para hacer lectores; construimos ficción: algo libre, artesanal, defectuoso, que puede salir bien o mal, porque está hecho desde el deseo de una persona hacia los deseos de otras, que podrían coincidir o no. Por eso no se puede evitar el riesgo de no ser leído. Hago hincapié en esto. No ser leído por la razón que sea (raro, fallido, torpe, tonto, hermético) Entonces, al autor: resignación y valor. Creo que no es bueno aferrarse a la seguridad, en el sentido de tratar de cubrir todas las hendijas por las que un lector se puede escapar. Algo se pierde del propio deseo; y gana la burocracia.
Yo cada vez más veo -¿siento?- a la literatura para chicos como parte del campo de la literatura popular, o emparentada con ella: una literatura asequible, directa, para todos, que no tiene por qué ofender a los paladares sofisticados. De hecho, buena parte de la literatura para los chicos proviene de esas fuentes: los mitos, las sagas, los cuentos, las leyendas, las fábulas, los bestiarios, los poemas rimados, las nanas, los relatos de viajeros, más tarde el folletín romántico heroico. Y sigue alimentándose de esas fuentes. (Fuentes, que por otra parte han servido también para la literatura experimental: el Judío Errante en “Ulises”; la doncella guerrera en “Gran Sertón Veredas”) Y de esas fuentes también se nutren otras formas contemporáneas: el cine, la historieta, el dibujo animado y hasta los juegos on line, que ya forman parte del imaginario juvenil y del relato cotidiano.
A veces me sorprende descubrir cuánto de esos relatos populares hay en mis historias. Cuántos lugares comunes que provienen de allí: la espada en el escapulario, la forma de la leyenda etiológica en Hipos y Cocos, el dragón y la princesa, lo monstruoso amenazante y las diversas formas de conjurarlo, la isla como un “topos” inagotable, Scherezade… Claro: están tan internalizados en el imaginario de todos nosotros, son “lugares” tan frecuentes, está tan a mano, que el autor no necesita pensarlos, echa mano a ellos con la naturalidad de quien quiere abrir una botella y echa mano a un descorchador, cualquiera sea el medio. Uno de los temas que me proponían los organizadores de este encuentro era el vínculo entre mis textos y la tradición literaria. Pues ahí está el vínculo, a la vista, es muy fácil reconocerlo, está en todas estos “topoi”, usados en forma directa o como parodia; que son absolutamente eficaces, herramientas tranquilizadoras que salen del gran caldero de lo popular, que se reciclan y actualizan permanentemente, que llegaron a nosotros de distintas maneras, a través de nuestros variopintos ancestros, y que perduran en la zona más entrañable de nuestra percepción. Por / con ellos empezamos a ser receptores de relatos, de voces distintas, y después lectores.
Los asuntos sobre los cuales escribimos se presentan entretejidos con experiencias propias, tanto las de la infancia, que están en la mochila y de las que no nos podemos despegar -tampoco ir a buscarlas ex profeso-, como las de la vida adulta. A veces tan ligadas unas a otras, que no es posible discernir su origen. Cuándo escribí “El rey que no quería bañarse” ¿estaba pensando en mí, que de chica no me gustaba bañarme y en consecuencia buscaba la identificación de un chico de hoy en el momento del baño? ¿o estaba contando el drama que era para mí, adulta, conseguir que se metieran en la bañadera mis dos hijos varones? ¿O todo eso junto…? No sé, no importa, se habrá tratado de una vivencia compartida, común. (Barbanegra: ¿lo escribí con la memoria de la nena que amaba a los piratas o era la mamá joven que intentaba hacer buñuelos digeribles?) Pero sin duda los autores necesitamos buscar los estímulos en nosotros, porque si tuviéramos que buscarlos fuera, forzando el interés propio, ¿qué placer derivaríamos del trabajo? A veces pienso que el deseo del autor mucho no se toma en cuenta. Se habla mucho del placer de leer, del placer del lector, se espera que el chico disfrute al leer, pero el autor que escribe para chicos no necesariamente cuando escribe; prevalece la idea de que sabe lo que tiene que hacer y con eso es suficiente; como si su tarea cobrara sentido sólo en la satisfacción del receptor; parece más bien un organizador de recursos adecuados, no alguien que se involucra emocionalmente, aun de modo inadvertido. Si fuera así, para nosotros no habría diferencia entre escribir cuentos o manuales.
La pregunta que los autores de libros para chicos llevamos pegada como un abrojo es “cómo hacer para interesar al chico de hoy tan distinto del de antes”. No sé cómo interesar al chico de hoy, nunca pensé que tuviera que hacer algo especial, porque también yo soy una autora de hoy.
Presumo que nos vamos a comunicar a partir de las experiencias que se comparten; con la porción de contemporaneidad que nos toca vivir; con lo que ellos y yo sabemos del mundo en el tiempo que nos toca; yo les traeré de atrás saberes que ellos no tienen, habrá otros que estamos incorporando juntos a medida que aparecen; y otros a los que yo sólo alcanzaré a verles la punta de los faldones porque se me escaparán, raudos, allá adelante, y los más jóvenes, en cambio, se apropiarán de ellos completamente. Y los lectores tomarán de mí algunas cosas, otras las tomarán de otros autores más jóvenes o más viejos, y también de otros medios –que es lo que hago yo, por otra aprte: incorporo permanentemente cosas de otros medios simplemente porque convivo con esos medios. Lo cierto es que los chicos y yo estamos inmersos en un devenir compartido.
Que es el legado de la cultura, por otra parte.
Hay una ansiedad por capturar a ese “lector de hoy” que a veces -creo- lleva a desestimar lo que fue escrito hace más de cinco minutos –no sé si ustedes tienen esta misma impresión. Hay una apuesta a lo inmediato y a la sustitución vertiginosa -en una revista una historieta es sustituída por otra muy pronto, de modo que no llega a hacerse lectura habitual, el chico no llega a apropiarse de ella; finalmente: no habrá de incorporarla a su memoria de lector. Hasta la gráfica tiende a borrar el paso del tiempo –poner una tapa flúo en un texto victoriano, aggiornar el lenguaje de los personajes, modernizar la ropa, la escena, y, en general, atenuar el efecto de las cosas… Literalmente un lifting. Veo que en las escuelas han desaparecido los clásicos (argentinos, latinoamericanos, europeos), que están dentro de nuestra tradición cultural; de modo que les estamos retaceando a los chicos la noción de que los libros -y los autores- provienen de capas que se fueron superponiendo, incidiendo unas en otras, que nadie ni nada nace por generación espontánea.
A esto se suma la exigencia de que los textos pasen el examen de la corrección política; lo que también significa retacearles la condición histórica de la literatura y de la lectura. Y hay tanta deliberación, tanto énfasis puesto en esto que a veces parecería que la nueva literatura viniera a reparar los errores que cometió la literatura anterior.
Conclusión: les quise mostrar un poco mi modo de pararme ante mi trabajo, lo que no garantiza los resultados, por supuesto. Los resultados del autor dependerán de muchas cosas: sus aptitudes -¿talento, si le quieren llamar?-, del espesor de sus lecturas y sus experiencias; del tiempo que le dedique a cada texto; de su desinhibición; de su selectividad -me refiero a no publicar lo primero que se le ocurre-, también del azar... Es decir, los resultados estarán dados por muchas cosas, pero el autor necesariamente se ubica en algún lado, como cualquier persona frente a su trabajo.
Cuando se inicia, se inserta en una corriente, sale de algún lado, entonces adopta cosas que ya están y recorre andariveles conocidos, que sin duda lo sostienen y lo emparentan legítimamente con un corpus; de no hacerlo así, se autodestruiría. Pero al mismo tiempo siempre hay algo de todo eso no lo conforma, y reacciona, y empieza a escribir en ese lugar de fisura. Entonces se acomoda, busca una nueva ubicación en ese corpus e instala su voz. A veces, hasta deja algo en esa corriente de la que antes tomó.
Tampoco podría precisar en qué consiste el llamado género infantil. Los géneros, hasta dónde sé, se agrupan por los asuntos (terror, ciencia ficción, etc.) o por cuestiones formales (el teatro, la poesía) pero no por algo tan aleatorio como la edad del receptor. (Podría haber un género senil…) Sí creo que hay libros para chicos donde se manifiestan con fuerza ciertas marcas: énfasis, diminutivos, reiteración (“justo justo”), abuso de la sinestesia; marcas viejas y nuevas, algunas en vías de extinción, que son las que vuelven torpes los textos, las que a mí, al menos, no me gustan incluso cuando las descubro en mis propios textos. Marcas que literariamente los debilitan, como siempre que se carga algo de intenciones. Textos que se vuelven autoritarios, o por saturados o por unívocos. (Algo que también ocurre en textos para adultos: los mensajes del realismo socialista; la redundancia de los folletines; entonces vemos otra vez que se presentan hermanados, en lo bueno y en lo malo, en una misma estética, los textos para grandes y los textos para chicos)
Diría, entonces, que un texto para chicos es un texto sencillo. Y no mucho más.
La adjudicación por edad de las contratapas se vincula con una preocupación comercial, -si quiere les explico más- y, como les decía, no con la producción del texto: si al escribir yo incorporo ciertos recursos y descarto otros –esto también lo dije muchas veces- no es como concesión a la edad del lector sino como tributo a la coherencia entre una idea y su desarrollo, una idea y su realización; es por una cuestión de armonía que yo no me puedo ponerme gongorina o faulkneriana o ponerme a reconstruir el lenguaje y crear neologismos a lo Guimaraes Rosa si estoy escribiendo la sencilla historia de un vampiro que acaba en las garras de la ortodoncista. Porque el asunto de mi relato y esos recursos se estarían dando de patadas; se produciría un ruido; pero si necesito la palabra “palanquín” no dejo de usarla porque presumo que los chicos no la conocen –presumir desconocimiento en el receptor es la mejor manera de sostenerlo en el desconocimiento-. Así que los problemas de un texto son los propios del texto, se remiten a él y se resuelven en él; o no se resuelven y el cuento sale para el demonio, pero lo que no sirve es traer consideraciones extraliterarias, vinculadas a la condición “civil” de los lectores.
Por otra parte, decir que uno conoce a su lector supone pensar -creo- al lector en un bloque, no como individuos diferenciados; pensar en “el chico lector”, un proto-niño, un mínimo común denominador de niño. Y yo no puedo pensar a los lectores sino como sujetos diferentes, que se acercan a los textos con sus preferencias, sus fobias, sus posibilidades, sus limitaciones, sus estados de ánimo; al punto de que nunca podemos estar seguros de interesarlos en lo que stamos ofreciendo. Entonces pensemos a los lectores en plural: cierto número de personas autónomas que se acercan a los libros, cada uno desde su propia historia.
Como tampoco me sale pensar en “la infancia” cuando escribo; es una abstracción; un concepto que maneja la psicología, la pediatría, las disciplinas, pero que al que cuenta historias no le sirve, no le proporciona ninguna ventaja.
Como tampoco me veo metiéndome en la cabeza de “el” chico, mimetizándome con él para escribir para él; porque sólo copiaría a ese proto-chico que reúne todas las características conocidas y deseables. Hay libros que buscan una identificación inmediata de el lector-tipo con el protagonista -igual que cierta literatura para adolescentes que hacía pensar que los adolescentes eran esos que sólo podían interesarse en su ombligo-. En estos libros el protagonista reproduce a esa síntesis de lector, copia sus hábitos, lenguaje, conflictos, lo refleja como en un espejo. La pregunta entonces es ¿qué le suma el texto a ese lector? Porque nadie pretende enseñarle nada al lector, pero es de esperar que sea mínimamente modificado por el texto, de lo contrario no tendría sentido alentar la lectura. A veces el lector se encontrará con una palabra nueva, un punto de vista diferente, cierta información, es decir: con algo que no sea simplemente redundar, corroborarlo en lo que ya sabe y puede. Pero no como propósito, no con deliberación, no con afán pedagógico, sino porque es parte de un contrato: el contrato elemental, mínimo que se establece necesariamente en todo acto de comunicación: agregar algo al otro.
Nosotros no escribimos para multiplicar libros como gaseosas, ni siquiera escribimos para hacer lectores; construimos ficción: algo libre, artesanal, defectuoso, que puede salir bien o mal, porque está hecho desde el deseo de una persona hacia los deseos de otras, que podrían coincidir o no. Por eso no se puede evitar el riesgo de no ser leído. Hago hincapié en esto. No ser leído por la razón que sea (raro, fallido, torpe, tonto, hermético) Entonces, al autor: resignación y valor. Creo que no es bueno aferrarse a la seguridad, en el sentido de tratar de cubrir todas las hendijas por las que un lector se puede escapar. Algo se pierde del propio deseo; y gana la burocracia.
Yo cada vez más veo -¿siento?- a la literatura para chicos como parte del campo de la literatura popular, o emparentada con ella: una literatura asequible, directa, para todos, que no tiene por qué ofender a los paladares sofisticados. De hecho, buena parte de la literatura para los chicos proviene de esas fuentes: los mitos, las sagas, los cuentos, las leyendas, las fábulas, los bestiarios, los poemas rimados, las nanas, los relatos de viajeros, más tarde el folletín romántico heroico. Y sigue alimentándose de esas fuentes. (Fuentes, que por otra parte han servido también para la literatura experimental: el Judío Errante en “Ulises”; la doncella guerrera en “Gran Sertón Veredas”) Y de esas fuentes también se nutren otras formas contemporáneas: el cine, la historieta, el dibujo animado y hasta los juegos on line, que ya forman parte del imaginario juvenil y del relato cotidiano.
A veces me sorprende descubrir cuánto de esos relatos populares hay en mis historias. Cuántos lugares comunes que provienen de allí: la espada en el escapulario, la forma de la leyenda etiológica en Hipos y Cocos, el dragón y la princesa, lo monstruoso amenazante y las diversas formas de conjurarlo, la isla como un “topos” inagotable, Scherezade… Claro: están tan internalizados en el imaginario de todos nosotros, son “lugares” tan frecuentes, está tan a mano, que el autor no necesita pensarlos, echa mano a ellos con la naturalidad de quien quiere abrir una botella y echa mano a un descorchador, cualquiera sea el medio. Uno de los temas que me proponían los organizadores de este encuentro era el vínculo entre mis textos y la tradición literaria. Pues ahí está el vínculo, a la vista, es muy fácil reconocerlo, está en todas estos “topoi”, usados en forma directa o como parodia; que son absolutamente eficaces, herramientas tranquilizadoras que salen del gran caldero de lo popular, que se reciclan y actualizan permanentemente, que llegaron a nosotros de distintas maneras, a través de nuestros variopintos ancestros, y que perduran en la zona más entrañable de nuestra percepción. Por / con ellos empezamos a ser receptores de relatos, de voces distintas, y después lectores.
Los asuntos sobre los cuales escribimos se presentan entretejidos con experiencias propias, tanto las de la infancia, que están en la mochila y de las que no nos podemos despegar -tampoco ir a buscarlas ex profeso-, como las de la vida adulta. A veces tan ligadas unas a otras, que no es posible discernir su origen. Cuándo escribí “El rey que no quería bañarse” ¿estaba pensando en mí, que de chica no me gustaba bañarme y en consecuencia buscaba la identificación de un chico de hoy en el momento del baño? ¿o estaba contando el drama que era para mí, adulta, conseguir que se metieran en la bañadera mis dos hijos varones? ¿O todo eso junto…? No sé, no importa, se habrá tratado de una vivencia compartida, común. (Barbanegra: ¿lo escribí con la memoria de la nena que amaba a los piratas o era la mamá joven que intentaba hacer buñuelos digeribles?) Pero sin duda los autores necesitamos buscar los estímulos en nosotros, porque si tuviéramos que buscarlos fuera, forzando el interés propio, ¿qué placer derivaríamos del trabajo? A veces pienso que el deseo del autor mucho no se toma en cuenta. Se habla mucho del placer de leer, del placer del lector, se espera que el chico disfrute al leer, pero el autor que escribe para chicos no necesariamente cuando escribe; prevalece la idea de que sabe lo que tiene que hacer y con eso es suficiente; como si su tarea cobrara sentido sólo en la satisfacción del receptor; parece más bien un organizador de recursos adecuados, no alguien que se involucra emocionalmente, aun de modo inadvertido. Si fuera así, para nosotros no habría diferencia entre escribir cuentos o manuales.
La pregunta que los autores de libros para chicos llevamos pegada como un abrojo es “cómo hacer para interesar al chico de hoy tan distinto del de antes”. No sé cómo interesar al chico de hoy, nunca pensé que tuviera que hacer algo especial, porque también yo soy una autora de hoy.
Presumo que nos vamos a comunicar a partir de las experiencias que se comparten; con la porción de contemporaneidad que nos toca vivir; con lo que ellos y yo sabemos del mundo en el tiempo que nos toca; yo les traeré de atrás saberes que ellos no tienen, habrá otros que estamos incorporando juntos a medida que aparecen; y otros a los que yo sólo alcanzaré a verles la punta de los faldones porque se me escaparán, raudos, allá adelante, y los más jóvenes, en cambio, se apropiarán de ellos completamente. Y los lectores tomarán de mí algunas cosas, otras las tomarán de otros autores más jóvenes o más viejos, y también de otros medios –que es lo que hago yo, por otra aprte: incorporo permanentemente cosas de otros medios simplemente porque convivo con esos medios. Lo cierto es que los chicos y yo estamos inmersos en un devenir compartido.
Que es el legado de la cultura, por otra parte.
Hay una ansiedad por capturar a ese “lector de hoy” que a veces -creo- lleva a desestimar lo que fue escrito hace más de cinco minutos –no sé si ustedes tienen esta misma impresión. Hay una apuesta a lo inmediato y a la sustitución vertiginosa -en una revista una historieta es sustituída por otra muy pronto, de modo que no llega a hacerse lectura habitual, el chico no llega a apropiarse de ella; finalmente: no habrá de incorporarla a su memoria de lector. Hasta la gráfica tiende a borrar el paso del tiempo –poner una tapa flúo en un texto victoriano, aggiornar el lenguaje de los personajes, modernizar la ropa, la escena, y, en general, atenuar el efecto de las cosas… Literalmente un lifting. Veo que en las escuelas han desaparecido los clásicos (argentinos, latinoamericanos, europeos), que están dentro de nuestra tradición cultural; de modo que les estamos retaceando a los chicos la noción de que los libros -y los autores- provienen de capas que se fueron superponiendo, incidiendo unas en otras, que nadie ni nada nace por generación espontánea.
A esto se suma la exigencia de que los textos pasen el examen de la corrección política; lo que también significa retacearles la condición histórica de la literatura y de la lectura. Y hay tanta deliberación, tanto énfasis puesto en esto que a veces parecería que la nueva literatura viniera a reparar los errores que cometió la literatura anterior.
Conclusión: les quise mostrar un poco mi modo de pararme ante mi trabajo, lo que no garantiza los resultados, por supuesto. Los resultados del autor dependerán de muchas cosas: sus aptitudes -¿talento, si le quieren llamar?-, del espesor de sus lecturas y sus experiencias; del tiempo que le dedique a cada texto; de su desinhibición; de su selectividad -me refiero a no publicar lo primero que se le ocurre-, también del azar... Es decir, los resultados estarán dados por muchas cosas, pero el autor necesariamente se ubica en algún lado, como cualquier persona frente a su trabajo.
Cuando se inicia, se inserta en una corriente, sale de algún lado, entonces adopta cosas que ya están y recorre andariveles conocidos, que sin duda lo sostienen y lo emparentan legítimamente con un corpus; de no hacerlo así, se autodestruiría. Pero al mismo tiempo siempre hay algo de todo eso no lo conforma, y reacciona, y empieza a escribir en ese lugar de fisura. Entonces se acomoda, busca una nueva ubicación en ese corpus e instala su voz. A veces, hasta deja algo en esa corriente de la que antes tomó.
¿Vieron qué interesante? Espero sus comentarios. Besos,
Val
Estuve ahí fue un placer escucharla, cada uno de sus comentarios tien una cuota de humor, opiniones ajustadas, concisas, comentarios y sugerencias de valor. Un lujo.
ResponderEliminar¿Dónde puedo adquirir el libro con las ponencias de las jornadas?
Graciela
Gracias por los comentarios! Escribime al mail que acordamos para que te lo enviemos. Besos,
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