En marzo de 1976 tenía apenas cuatro años. En diciembre de
1983 había terminado la escuela primaria y con doce años me preparaba para
ingresar al año siguiente en primer año. Toda mi infancia la viví en dictadura.
Hoy, cuarenta años después, voy recuperando algunos
recuerdos de mi memoria magra.
Recuerdo, con la voz de mi madre, el relato que me hizo de
su visita al jardín de infantes porque me peleaba con mis compañeritos y de la
maestra que le advirtió que esa niña de solo cinco años podía terminar siendo
una subversiva. Mi madre, decía, se quedó muda o, tal vez, ya no recuerdo, atinó
a responderle algo, sorprendida por ese comentario.
Recuerdo que una vez nos retiraron antes de la escuela
porque, decían, había habido un “operativo” en la zona de la catedral. Por las
noches, recuerdo, mis padres hablaban en voz baja de “lo que pasaba” para que
no escucháramos con mis hermanas.
Otro día, nos fuimos de la escuela a casa con el hijo de
unos amigos de mis padres porque, según contó Coca –creo que así se llamaba- en
su departamento habían entrado los militares y ella se había asomado al pasillo
para ver qué pasaba y la habían empujado con un Fal para que entrara a su casa.
Coca estaba embarazada. Del susto se había metido debajo de la cama y durante
horas se había quedado escondida. Cuento esto y pienso en esos niñxs que se
escondieron en un armario, en un placard, debajo de la cama cuando los
genocidas los fueron a buscar a sus casas. Y todxs lxs otrxs que desaparecieron y todavía hoy siguen sin conocer su identidad.
Recuerdo a mi tío Jorge, que para esa época estudiaba
Ingeniería en La Plata, y una vez por semana venía a casa a cenar y, a pesar de
que vivía apenas a cinco cuadras, mi padre lo acompañaba cuando volvía a su
casa. Jorge tenía barba y pelo largo, y mi madre cada vez que nos visitaba le
decía que se cortara el pelo y la barba, porque solo por eso podían detenerlo.
Recuerdo a mis hermanas mayores que cursaron la secundaria
en el Bellas Artes y la directora en persona, la Prof. Gallo, medía el largo de
la pollera y, si no cubría las rodillas, rompía el dobladillo para que esos
cuerpos estuvieran regulados, controlados.
Pienso en la escuela y, ya en el 84 en democracia, me
acuerdo de la profesora de Historia, Prof. Sánchez Viamonte, y su mirada de
tristeza infinita por la desaparición de su hijo y, cómo era mirada como
apestada por ese “estigma”. También me acuerdo de una profesora de historia, no
sé el nombre, que en esos primeros años de democracia nos hablaba de los
desaparecidos y de la represión durante la dictadura cuando todavía muy pocos
docentes hablaban del tema. Y, a partir de ahí, mi interés por querer saber,
buscar, leer más sobre lo que había pasado y había estado oculto a mis ojos de
niña.
Y si vuelvo a mi escuela primaria, en el 82 escribí muchas
cartas con chocolates para los chicos que combatían en Malvinas. Para esa época
recuerdo a mi madre que escuchaba Radio Colonia para saber “el otro relato”, lo
que no se sabía en estas orillas y su decisión de no participar en los festejos
por la toma de las islas. Allá, en el frío, estaba Claudio, nuestro vecino.
Y en esos años de dictadura leí a Poldy Bird, a Syria Poletti, a Beatriz
Ferro y su Quillet de los niños, a
Elsa Bornemann y su Disparatario y El niño envuelto, a Eduardo Gudiño
Kieffer y su Felipito y el Furibundo
Filibustero que todavía conservo en las viejas ediciones. También me
apasioné con los títulos de la colección Billiken y la colección Robin Hood,
recuerdo especialmente El mago de Oz y
Sandokán. Y leí la revista Billiken y las historietas Condorito, Patoruzú y Patoruzito.
40 años después me alegra saber que mis sobrinxs
adolescentes organizan intervenciones en su escuela para recordar a los 30000
compañerxs desaparecidxs y participan de las marchas en La Plata y en Plaza de
mayo para decir presente.
A 40 años del golpe, Nunca más. Memoria, Verdad y Justicia.
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