En busca de una lengua no escuchada todavía
María Teresa Andruetto
La única lengua en la que sé, o quiero, o me proporciona
placer escribir es ésta que, aunque se llame sólo materna, es también la lengua
de mi padre, de mis abuelos y mis hermanos, de la familia entera. Y de las
maestras, la lavandera, los compañeros de juegos y peleas, la señora que traía
los quesillos envueltos en hojas de achira,
dice la cordobesa radicada en Roma, Rosalba Campra.
La lengua. Es de la lengua que quisiera hablar.
El patrimonio, los bienes, la tierra que se habita, puede
que sean de los padres, pero es materna aunque haya sido legada por un hombre,
la lengua que nos cobija. Extraña, diversa, la relación de cada escritor con
los padres, con la lengua y con su pueblo. El poeta barroco Luis de Tejeda,
quien vivió y escribió en una colonia española que acababa de nacer, que
compuso prosas y versos en latín y seguramente se sentía español, es
considerado el primer poeta de América. Guillermo Enrique Hudson, hijo de
ingleses que nació en la pampa argentina y murió en Inglaterra es uno de nuestros
escritores fundacionales aunque toda su obra haya sido escrita en inglés.
Borges, formado mitad en una biblioteca de libros ingleses suministrados por una
de sus abuelas y mitad en un bachillerato de Ginebra, decidió sin embargo
escribir en castellano. Cortázar nacido en Bélgica y con una vida entera en
París, construyó sus ficciones para el lector rioplatense que estaba dentro de
sí… en fin, la literatura de mi país está llena de esos ejemplos. Están también los escritores que, desde la
nuestra, se cruzaron a otras lenguas, podría extenderme en el asunto… y también hay un caso por demás
singular, el de Witold Gombrowicz,
novelista y dramaturgo polaco de origen noble que poco antes del estallido de
la segunda guerra mundial quedó varado en Buenos Aires,
donde pasó años en condiciones de pobreza, durmiendo en los altos de un bar y
trabajando de mozo a destajo hasta que obtuvo un puesto en un banco polaco.
Estando él en mi país, con un castellano todavía precario, tradujo una de sus
novelas con sus camaradas de café que no sabían polaco, entre los que
estaba el escritor cubano Virgilio Piñera, lo que dio por resultado una escritura
compleja, extraña y vanguardista que terminó por influir fuertemente en una
línea de nuestra tradición literaria.
El gesto de Gombrowicz de traducir su novela al uso nostro ayudado por sus compañeros de juerga (lo que da
seguramente una obra muy diferente de su original polaco) es el intento desesperado de un escritor por insertarse en una
comunidad de lectores.
La lengua es sin dudas nuestro tema. Durante la pasada dictadura,
los escritores argentinos en el exilio español se preguntaban qué hacer con nuestro lenguaje. Elijo dos respuestas a esa pregunta, fragmentos
de cartas: David Viñas, en julio de 1980 dice en una de ellas ¿qué hacer con nuestra lengua? ¿Se
academiza la cosa, se la agayega, se le pone almidón y se la plancha? En
otra carta, de agosto de 1980, el escritor Antonio Di Benedetto, dice: He procurado clarificar un tanto el
vocabulario para el lector español, sin dar la espalda a mi potencial lector
argentino o latinoamericano. Con tal criterio he sustituido algunas voces.
Ejemplo: no “saco”, que aquí sugiere “bolsa”, sino chaqueta, dicción que no es
extraña al argentino, ¿verdad?
¿Verdad? Podemos oír un grito ahogado en ese ¿verdad?, un gesto de desesperación casi tan desesperado como el
desopilante gesto de Gombrowicz, porque la elección de la lengua (y dentro de
ella, la de sus infinitos matices) indica en qué sistema literario puede o
quiere insertarse un escritor, indica por quiénes y de qué modo desea ser leído
y revela también el costo que ese escritor está dispuesto a pagar para
encontrarse con sus lectores.
Cuando comencé a publicar y se abrió tímidamente alguna
posibilidad de editar mis libros fuera de Argentina, la lengua, eso que es la
materia, la argamasa, con la que trabaja un escritor, comenzó a presentarse
como un obstáculo. No es el libro, no es
la historia, es el lenguaje…, tan argentino, se me dijo en muchas ocasiones
y ese obstáculo persistió por mucho tiempo, con distinta fuerza, en algunos
países de Latinoamérica y sobre todo en España que es, de hecho, para los escritores latinoamericanos el lugar mas
difícil para colocar un libro, tal la
resistencia del castellano español con respecto a otras modalidades americanas
de la misma lengua. Lo que aparece como fundamentación de editores y otros
agentes que intervienen en la circulación de libros, es la idea de que los niños
de un país no entienden las palabras de otro país, seguramente en la convicción
de que sólo debiéramos leer lo que ya conocemos, no en la idea de lectura como
una puerta abierta a mundos nuevos y a otras modalidades de la cultura y de la
lengua.
¿Qué puede hacer ante un obstáculo de esta naturaleza un
escritor? Hay varias opciones, en cuyos extremos está la de abstenerse de
publicar y/ o de circular en la península o en otros países de este continente,
o adaptar su lengua, españolizarla o mejicanizarla o…, perdiendo entidad, identidad,
hondura y calidad de escritura, como buscaban desesperadamente hacerlo en el
exilio español los dos escritores argentinos que cité al comienzo. Se trata,
sin dudas, de un problema complejo, y aunque por cierto no somos los únicos,
tal vez quienes estemos en el grado más extremo de tensión con otras
modalidades del castellano y particularmente con el castellano peninsular seamos
precisamente nosotros, los escritores argentinos, por el devenir que tuvo en mi
país el desarrollo de la lengua.
La cuestión de la lengua, la cuestión de si hablar
castellano o una lengua indígena y la cuestión acerca de qué castellano hablar
y escribir, la pregunta acerca de si era conveniente seguir a pie juntillas a
la Real Academia del país del cual estábamos independizándonos o si debíamos dejar
que la lengua, aun siendo la misma -la misma y otra por cierto- se independizara
a su vez y corriera a su aire, aceptando nosotros, sus hablantes, las
transformaciones que le íbamos dando, se discutió en mi país en la segunda
mitad del siglo diecinueve. Esa
cuestión, que en nuestras carreras de letras se estudia como La polémica acerca de la lengua (polémica
que es por supuesto lingüística y estética pero por sobre todo fuertemente
política) se dirimió en el marco del movimiento estético político romántico y
la llevaron adelante Sarmiento, Gutiérrez, Echeverría y Alberdi, los cuatro grandes
románticos argentinos, lo que es casi decir los fundadores de nuestra
literatura. De todo ello emergió la convicción de que en nuestro país se debía
hablar castellano pero que ese castellano no necesitaba sujetarse a pie
juntillas a los dictámenes de su casa central. De modo que ser un escritor argentino es también ser un escritor
desobediente ante la demanda de casticidad.
Como ya he dicho en otras ocasiones, me crié en un pueblo de
provincia de este continente nuestro, hablando un castellano que es y no es una
sola única lengua, sino un conjunto de variables mestizadas por pueblos
originarios, aportes árabes, africanos, europeos y asiáticos que –esclavizados,
sometidos, aceptados o bienvenidos - impregnaron nuestros modos de decir y de
pensar. Buena parte de la riqueza de un un
pueblo reside en el desarrollo de una conciencia sobre sí y sobre el lugar que
ocupa en el mundo, y como sabemos, vivir conscientes de nosotros mismos es
defender nuestra particularidad como individuos y como pueblos. Digo esto como
un asunto a tener presente a la hora de revisar archivos de edición, textos y
entrevistas, porque en todos los campos, pero particularmente en el de la
edición de libros para niños (tan atravesada todavía por el deber ser, la
funcionalidad, el utilitalismo y el deseo de enseñar), es muy fuerte la demanda
de que esos libros unifiquen sus asuntos y sobre todo unifiquen los usos del
idioma, demanda de que se vuelvan un poco neutros, en fin…tan neutros y ubicuos
como se pueda, para ver si de ese modo (como se dice en la jerga editorial) pueden
volverse potencialmente más vendibles a lectores de otras ideosincracias, logran
extender sus dominios. Pero la literatura,
si en algun sitio reside es en lo particular (lo particular, lo propio de los asuntos
y de la lengua), en la permanente inestabilidad de la lengua, es donde está su
territorio y es eso particular que ella alcanza en sus mejores momentos lo que
hace eco en la eventual particularidad de los lectores, porque tal como lo
imaginaron los neorrealistas italianos, lo universal es lo local sin límites.
Como decía antes, en muchas ocasiones me han dicho que mis
libros eran “demasiado argentinos” y
esto mismo les han dicho a otros escritores y escritoras de mi país, y con
otras variantes (“demasiado mejicano”, “demasiado colombiano”, “demasiado
chileno o peruano o boliviano o….”) han rechazado textos valiosos de escritores
de otros países de latinoamérica, hablamos a veces de eso en cafés y jornadas, por
momentos preocupados, molestos otras veces pero por sobre todo conscientes de
que es justamente ahí, en los múltiples matices que tienen nuestros modos de
decir, donde reside el desafío y la riqueza de un escritor, trincheras de la
lengua para defensa de lo más propiamente nuestro, el camino hacia la propia
cosa de la que hablaba la gran Clarice Lispector, la propia cosa y el propio
modo de decir, porque la máxima aspiración de un escritor es construir con la lengua de todos, una lengua
no escuchada todavía.
Claro que mientras más ahondamos en lo particular, mientras
menos estándar es la escritura de un escritor, más difícil se vuelve su
exportación lisa y llana, porque al ser, cierto texto, menos utilitario y
funcional, necesita para su circulación en otros espacios y otras comunidades
linguisticas, mejores lectores. Y ahí reside sin dudas el problema a resolver. Cuanta
más diversidad y profundidad de escrituras tengamos, mejores lectores necesitaremos.
O mejor dicho, es al revés: mientras mejores lectores podamos construir, más
hondas y diversas serán las escrituras que se manifiesten en la gran patria de
la lengua, porque literatura y construcción de lectores son dos caras de una
misma moneda, o mejor aún puntos de una rueda que con su dialéctica alimenta y
sostiene el desarrollo subjetivo de un pueblo.
Pero volvamos a nuestra pequeña, modesta, resistencia ante
la demanda de uniformidad en los modos de decir. Por una parte, ya que el
pensamiento se construye en y con el lenguaje a través del cual se manifiesta,
podríamos avanzar un paso en nuestro razonamiento y decir que se trata en
realidad de una demanda de uniformidad no sólo en los modos de decir sino
también en los modos de pensar. Por eso, si bien muchos escritores terminan
accediendo a esas demandas, otros tantos se sostienen, como pueden, como
podemos, en el desacato, el desacomodo, el
rechazo a un reclamo de un lenguaje que tienda a lo neutro, el rechazo al
reclamo de un castellano uniforme, apto para todos los públicos. No se
trata de un capricho, se trata de la búsqueda de nuestra particularidad, que
anida, por supuesto, en la particularidad de nuestras lenguas, en usos que van
más allá del código, la fonética o la sintaxis común, desvíos de cierto extranjero
deber ser para encontrar en lo individual
más hondo, allí donde refracta lo social, ecos de la lengua de un pueblo, de una
región, una comunidad, un sector social. Y en esa búsqueda, por ese camino de
palabras, ir hacia la conquista de una lengua que, sin dejar de ser íntima, sea
el eco de las voces de muchos. Una grieta por donde acceder a una lengua
privada en el inmenso mar de la lengua social; una grieta desde donde –eso
vendría a ser, creo, la literatura- hacer balbucear a la lengua oficial; donde construir
un territorio de contrapoder frente a lo uniforme y lo hegemónico.
Lo que escribimos es siempre fruto de nuestro tiempo, de
nuestra sociedad, de nuestra experiencia, de nuestra geografía, de la particular construcción que del lenguaje
de todos hizo la sociedad a la que pertenecemos. Lo es no tanto por las
peripecias que narramos sino sobre todo – si hemos sido honestos con nuestras
búsquedas- por el particular uso que hacemos de la lengua que es donde se
reflejan nuestras convicciones y nuestras contradicciones, nuestro conocimiento
y nuestra confusión, nuestras pulsiones y nuestras reflexiones, en fin nuestra
subjetividad en toda su incandescencia.
Como decía antes, no parece que esta cuestión sea un
problema sólo de escritores argentinos, se presenta también en países que han
tenido una relación más fiel con el castellano peninsular. De eso habla Yolanda
Reyes en un libro con reflexiones de escritores que se titula, precisamente, En español. Cito: Si es cierto que somos lo que hablamos, si es verdad que estamos hechos
no solo de carne y hueso, sino de símbolo valdría la pena abrir el mundo de los niños a todos los acentos que
transportan la infinita diversidad de lo que somos, sin “traducir” de un
español a otro: del colombiano al mexicano o al argentino o al español
peninsular, como sugieren maestros y editores de libros infantiles para
facilitar la “comprensión” de nuestros jóvenes lectores. Como en
los juegos de la infancia, las palabras eran esa comida invisible que me servía
en tacitas de mentira para saciar la sed de imaginar. “Yo le enseñé a decir camarón con chipichipi,
chévere, zapote y otras cosas que no puedo repetir. Ella me enseñó a besar”,
dice Santiago, un niño colombiano de once
años que se enamoró de una sueca llamada Frida durante sus vacaciones en
Cartagena… (…)…Esta lengua que tantas veces parece separarnos, más que unirnos,
dice tambien Yolanda, la lengua: ese
lugar de encuentro donde conviven las voces y las historias de los otros. Hablarla y escribirla es encontrarse con
todos, en esa línea del tiempo, fluctuante e invisible, que existe más allá de
cada uno y que a la vez nos pertenece, sin ser estrictamente de ninguno. Habría
que hacer partícipes a los niños de esa conversación a tantas voces, sin
traducciones ni fronteras. Rescatar las voces,
los acentos, las cadencias, las maneras de cantar y de movernos, los olores y
los sabores que nos hacen diferentes. Fin de cita.
Porque ¿qué es hablar bien?
Un idioma es una entidad en permanente movimiento, en permanente
transformación, es una inmensidad, es un río. Imposible detenerlo, dentro de un
idioma caben muchas lenguas como caben muchos pueblos…. La Argentina, para dar
el ejemplo que más a mano tengo, un país que no se hizo solo con descendientes
de hispanohablantes, es un país que mezcló la población originaria con la
invasora, y que recibió aluviones migratorios de italianos, árabes, vascos,
polacos, judíos, coreanos, alemanes….se trata de un país que nunca vivió el
purismo idiomático, la necesidad de conservar la “casticidad”, palabra por otra
parte tan cercana a la castidad. En fin, que somos impuros (o mestizos, como
quiera llamársele) y es impura nuestra lengua y es en esa impureza –que es por
supuesto también nuestra riqueza- donde debemos meter mano quienes escribimos. Dice
el colombiano Fernando Vallejo que preguntarse quién habla bien es una tontería
porque el castellano se habla como se
puede en todas partes, en todos los ámbitos del idioma. El idioma nuestro es un
idioma de 22 países entre los cuales contamos a España, dice. España es una provincia más del idioma que,
como expresa Yolanda Reyes, debiera unirnos a todos en lugar de separarnos.
En fin, que para riqueza de todos los lectores y para riqueza de
nuestras literaturas, peninsulares y latinoamericanos debiéramos cuidarnos mucho
de una escritura que se someta y esclavice a la lengua general, a la lengua
oficial, una escritura que ponga en retirada a cada lengua en particular. Debiéramos, como
decía, tener cuidado en confundir la escritura con los cementerios de la
lengua, porque una cosa es ser un buen prosista y otra muy distinta ser un buen
escritor. Una novela tiene que estar escrita
en el idioma de la vida, que es el local,
dice otra vez Fernando Vallejo. Y entonces, ¿qué es escribir bien?, ¿dónde
reside eso que hace de un texto algo distinto, conmovedor para nosotros,
construcción capaz de alojarse en nuestra memoria? ¿En qué palabras está alojado
eso, y si no está en las palabras, dónde entonces?
En una ya vieja película argentina, un loco que toca el piano en la
capilla de un psiquiátrico interpela a su psiquiatra, ¿dónde está la música,
doctor?, ¿en la partitura, en las notas, en mis manos, en usted que escucha? De
eso mismo habla un poema de la poeta uruguaya Circe Maia, un poema que se llama
Las cosas por su nombre.
¿Y si no lo tienen?
¿Cómo se llama esta tristeza
que te dan las tres notas
ascendentes
de La muerte de Aase en esta
música?
Cuidado, no se llaman por su
nombre.
Eso digo. Vas a tener que dar
algún rodeo
para nombrarla.
Porque no existe fuera de las
notas
Y sin embargo,
las notas no son ella.
El
carácter chino wen, dice Philipe Sollers en el prólogo a De la Gramatología de Jacques Derrida, significa los rasgos, las
vetas de la piedra o la madera, las constelaciones, las huellas de las patas de
las aves, el dibujo de los caparazones…. Y también significa literatura, lo que es decir los grandes
frescos que los pueblos no han dejado de erigir, de grabar, de dibujar a lo
largo de los siglos…Resistencia denodada de los hombres a lo puramente
utilitario y lo puramente tecnicista, resistencia frente a la subordinación y
el servilismo. El lenguaje de la literatura da
acogida, da refugio a la experiencia de los hombres, nos promete que lo que se ha experimentado no desaparecerá del todo, dice
John Berger, sin embargo nos advierte que una novela, un cuento, un poema, usan
las mismas palabras y más o menos la misma sintaxis que el informe anual de una
corporación multinacional, que la guía de teléfonos o el diccionario. Que un poema o un
cuento puedan utilizar las mismas palabras que el informe de una empresa no
significa más que el hecho de que un faro y la celda de una prisión puedan
construirse con piedras de la misma cantera, unidas con el mismo cemento, dice
el mismo Berger. Todo depende entonces de la relación entre las palabras, del modo en el que
el autor se vincula no con el vocabulario, no con sintaxis, ni con la estructura,
sino con el lenguaje como lugar de reunión, de comunión con el lector.
Convicción de que la palabra, además de su función práctica, tiene otra
función para nosotros (una función que todos los pueblos de este mundo han
preservado), que puede ser vía de expresión de la subjetividad de un individuo
y, a través de él, vía de expresión de un conjunto de individuos. Lucha de
tantos hombres y mujeres que, en la cadena del tiempo, buscaron sostener el
desvío de lo habitual, de lo oficial, de la norma, como motor de creación, como
factor de mutación, de transformación.
La escritura es algo muy diferente al lenguaje, porque no pertenece sólo
a la conciencia, al mundo de las ideas, al mundo conceptual. Antes bien, escribir es dibujar un trazo que ofrece sentido,
extender esa mano hacia un otro. En la escritura hay un intento de dar forma a
lo confuso, a lo informe. Siempre hay una ley que organiza esa materia informe,
una arquitectura subterránea que se va lentamente visualizando, una arquitectura que genera
efecto estético porque puede ser de algún modo inteligida; refinada manera de
preservarnos del tosco impulso y de la incontinencia verbal. Así, en el camino mismo de esa escritura las
formas toman forma, van descubriendo la estructura capaz de sostener un edificio.
Caos y orden están en el origen de los pueblos, no hay mito que no nazca ahí,
en el relato de una fuerza que separa luces de sombras, que ordena el caos, que
en el tiempo ancestral organizó el mundo. En las cosmogonías griegas está la
figura del demiurgo mediando, en el universo inca, por dar otro ejemplo, existe
algo similar, una zona de transición entre Viracocha y la Humana Pareja, entre la
confusión y el orden. Eso mismo hacemos, en nuestra pequeña, modesta medida, al
escribir, al pintar, al crear; ya lo dijo hace siglos Shi tao, el pincel sirve para sacar a las cosas del
caos. Ahí, entre otras formas de creación, trabaja la escritura, hundidos
quienes escribimos en la confusión de nuestra
subjetividad, intentando inteligir un orden posible, válido para esa sola única
vez. Caos, orden, condición y fruto. El texto a compartir con el que lee es el
fruto de nuestros desvelos.
Pero bajemos un poco desde las cosmogonías americanas o griegas a este
nuestro modesto mundo. Viajo a mi pueblo de origen a visitar a mi madre, voy en
un ómnibus de línea. Una mujer de mi pueblo me reconoce, me cuenta acerca de su
hija una historia de dolor tan honda que tengo que hacer un esfuerzo para no
largarme a llorar en el ómnibus; me angustio después, no puedo evitarlo y les
cuento más tarde algo de esa angustia a los míos, pero el dolor de la mujer y
la tragedia de su hija se quedan conmigo por varios días y van lentamente
deviniendo en anotaciones, un primer borrador de algo que tal vez en algún
momento se constituya en un texto. No sucede siempre así, por cierto, pero
algunas veces, sin saber muy bien yo cuándo ni cómo ni por qué, algo de los
otros, algo de un otro, desconocido muchas veces, entra en mí como si fuera
propio y pone a andar un motor de búsqueda de palabras que intenten darle forma
a lo que siento y por ese camino mostrarme a mí misma algo acerca de la
condición humana. Caos y orden, nosotros y los otros, lo propio y lo ajeno, lo individual
y lo social, lo alto y lo bajo, el sentir popular y la escritura, así sube a la
boca de quien habla algo de lo mucho que
a la gente le pasa. Es sagrada esa conexión entre pueblo y escritura. En una
película peruana que se llama La teta
asustada, un motivo popular tarareado/evocado con dolor por la mucama de la
casa es tomado por su patrona, una pianista reconocida (aunque a la sazón con
su creatividad un poco en baja) como base de su recital. La película provoca en
algún momento en nosotros, los espectadores, indignación no por la apropiación
de lo popular que hace la música de culto sino por la imposibilidad que la
concertista tiene de agradecer, imposibilidad de reconocer el camino de regreso
de ese motivo al territorio y la cultura de origen, la que dio alimento a la
obra, una obra que sin la propia cosa de esa sociedad se volvería puro
artificio. Es la ligazón entre las condiciones de humanidad de una cultura y
las formas estéticas que a partir de ellas se generan lo que se ha perdido
entre esas dos mujeres, porque una de ellas ha borrado las marcas del regreso a
casa y ha desconocido el dolor de la otra, dolor que en algún momento había logrado
mutar en armonía, en belleza. Ligazón entre las condiciones de humanidad de una
cultura y las formas que un escritor encuentra, para regresar a dolores o regocijos sociales o personales
que en la alquimia del trabajo alcanzan efecto estético. La escritura es el lento camino hacia la propia cosa, dijo
Clarice Lispector en esa frase que me gusta recordar, pero la propia cosa es
también lo desconocido de nosotros mismos y de nuestra sociedad. Camino hacia
lo particular de un individuo y de la
sociedad a la que pertenece, lenta búsqueda de una voz que siendo profundamente
nuestra, se alimenta de las voces de tantos.
Lo desconocido de nosotros, lo hondo. Lo hondo. Dice Yorgos Seferis: si quieres mejores resultados prueba cavando
en el mismo sitio. Lo hondo es para los latinoamericanos también aquello que Rodolfo Kusch, el olvidado, llamó el hedor de América, el magma del que se
extraen los modos de sentir y de hablar de este continente, las infinitas huellas
de lo originario que tapado, clausurado en su momento por el castellano del
invasor, suben finalmente por múltiples razones y por sesgados caminos hasta la boca de un
individuo, hasta un escritor como si él fuera, de algún modo, un demiurgo. La
lengua de nuestra América, esa lengua tantas veces no escuchada ni siquiera por
nosotros, sus hablantes. Lengua que sume, que intente no olvidar a aquellos que
hablaron o hablan en lenguas, recuperación
del saber del lenguaraz originario, de
sus rastros sobreviviendo en los intersticios de las lenguas oficiales, subiendo
desde lo hondo hasta dar forma a nuestra voz, a nuestras voces. Lengua que se quiere
a sí misma, como quisieron el mundo los griegos o los incas, con su forma
divina y vertical, con su forma humana y horizontal, lengua que engarce lo
único, lo no escuchado todavía, con lo social, con el habla de todos.
Si un escritor no intenta sentir el palpitar de la lengua de
su pueblo, de la sociedad a la que pertenece, entonces, digo yo, entonces ¿para
qué? Pero, por supuesto, el sentir de un pueblo, el palpitar de su lengua, no está
en sus convenciones ni en sus estereotipos ni en sus diccionarios ni en sus
declaraciones oficiales ni en su gramática ni en la corrección política, sino en
ese lugar privado, tan íntimo, donde lo social se hace carne. Ese lugar
desconocido de nosotros, tan inesperado también, en el que se encuentra lo que
no se sabía que estábamos buscando, como en el relato que Juan Forn nos hace de
un escritor lituano cuya última anotación en su diario fue: Había un hombre que se lo pasaba buscando
una melodía que había oído hacía mucho tiempo. Hasta que un día la encontró.
Era sólo una nota, un tono, que había oído muchas veces: era el sonido de su propio llanto cuando dormía.
Escribir sería, creo, algo así como
intentar oír el sonido de nuestro propio llanto cuando dormimos o escuchar
finalmente el llanto adormecido de quienes nos rodean. En fin, como decíamos, aquí
estamos, en busca de una lengua única
hecha con la lengua de todos. Para eso, debemos estar alertas, como los pescadores, pero con una red hecha de palabras (paradoja de
paradojas, cazar palabras con palabras), porque la escritura es una aventura en el corazón del lenguaje, un relámpago
de percepción para aprehender el mundo, para zambullirse en él, para
comprenderlo. Una manera de descorrer las cortinas de lo real, de iluminar los
rincones oscuros de la existencia, como dice en una entrevista la poeta Paulina
Vinderman.
¿Qué es escribir bien? No sé
qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno lo sabemos. Y cuando no hay
nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía, dice
Marguerite Duras, en ese libro delicioso que se llama, precisamente, Escribir. Dice también ella: Lo desconocido que uno lleva en sí mismo:
escribir, eso es lo que se consigue. La
escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos
a escribir. Y con total lucidez. Es lo desconocido de sí, de su cabeza, de su
cuerpo. Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes
de escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena. Escribir es intentar
saber qué escribiríamos si escribiésemos.
No sabemos decir qué es un buen libro, pero cuando
algo de eso a lo que no sabemos siquiera darle nombre ha sido capturado y por
eso mismo nos captura, podemos reconocerlo, tal como lo expresan los versos de
Montale, Non c´`e
pensiero che imprigioni il fulmine/ma chi ha veduto la luce non se ne priva. Lenguaje cargado de posibilidades, de potencia, pero ¿en qué
consiste esa carga?, ¿qué le da a un texto su fuerza, su durabilidad, su
alojamiento en la memoria? Sabemos que reside justamente ahí, en su capacidad
de quedarse en nosotros, en su triunfo sobre el caos, en su resistencia al paso
del tiempo, su pequeña victoria ante lo efímero y lo fugaz. La intensidad es
propia de la literatura y nos permite diferenciarla de todos los otros modos utilitarios
de la palabra. En ella las palabras dejan de ser funcionales, se “olvidan” de
ser útiles, se ponen a hacer “otra cosa”, como hacen “otra cosa” los gestos en
el teatro o los sonidos en la música y el conjunto genera entonces una fuerza
mucho más potente que la suma de palabras que lo constituyen, alcanzando un
resultado que aprovecha de un modo misterioso las cualidades de cada una de las
piezas que lo componen. Por eso cada buen texto es un pequeño triunfo sobre lo
oscuro, sobre lo plano, lo literal, lo cerrado, lo puramente racional y lo
unívoco.
Escribir
nos enseña que el lenguaje es más grande que nosotros. Por complejos,
misteriosos pero precisos mecanismos, en algunas ocasiones un conjunto de
palabras se transforma y se enciende… Para que la energía de ese texto no se
pierda, para que eso que habita todavía en el lenguaje y es tan fácilmente
corrompible, pueda ser apresado sin asfixia, quien escribe avanza, por una cueva oscura encendiendo fósforos que el viento apaga, dice
Klaire Keegan, concentra, condensa, desnuda, depura. No importan los detalles, si se
captura algo vivo en las palabras, porque el lenguaje es un
organismo que rápidamente se deteriora; más temprano que tarde las frases dejan
de apresar lo que palpita–es asombrosa la velocidad con que lo vivo deviene en
frase hecha, en palabra muerta, en clisé – y entonces la
escritura es esa búsqueda de lo que todavía late, lo que aún tiene poder para
ligar a los seres y las cosas, para ligarnos a nosotros con las palabras, los
seres y las cosas.
Por
eso quien escribe va en busca de cierto orden secreto en esa
música verbal que está escondida bajo la masificación, el deber ser y lo
indiferenciado. Se
trata, claro, de un orden propio,
momentáneo y único, válido para ese texto e inválido para todos los otros textos
que fueron o vendrán; delicado equilibrio para
extraer de las canteras de un pueblo la escondida música del habla (esa musiquita, tan arrastradita que suena, tan
arrastradita, como dice una canción de Teresa Parodi, muy popular en mi
país) y que nos permite–eso espero todavía- comprender ciertas zonas aún no
percibidas de la experiencia. Cuando menciono la música del habla, me refiero a
la lengua de todos, a lo que aun no ha sido puesto en valor de esa lengua de
todos que es, por supuesto, no una sola única lengua sino, como hemos dicho, la
diversidad misma puesta a vivir en nuestras bocas, impronta que subyace como un
nervio o un alma bajo cada cosa que se dice y que en su particularidad –es
decir en su distancia de lo oficial, de lo abstracto, lo general, lo
convencional- encuentra algo de lo humano que permanecía sepultado bajo capas
y capas de artificios, condicionamientos y convenciones.
Si quieres mejores resultados prueba
cavando en el mismo sitio, nos había dicho Yorgos Seferis. Cavar entonces
en la lengua de los nuestros, hasta encontrar lo que estando en ella,
perteneciéndole por derecho propio, se había visto oculto, ignorado o sometido
a asfixia. Tomar conciencia acerca de que cuando por mentirosa, farragosa,
fangosa o inexacta, por excesiva, hinchada, henchida o snob, por grandilocuente,
críptica o burda, se corrompe la relación entre las palabras y las cosas, todo
el delicadísimo equilibro, todo el misterioso artefacto de escritura, se
desploma. Así, la intensidad de la escritura se podría definir por el vigor con
que el habla se impone a la lengua que es oficial y está muerta o agoniza en su
obediencia, en su rigidez y en su previsibilidad. El vigor con que el habla nos
incomoda, se desacata y se desadapta y logra imponerse sobre lo que se adapta,
acata y acomoda y de ese modo se vicia y se vacía. Precisión y alejamiento de la
palabra hueca para persuadir mediante la emoción (esa capacidad de mover al otro), y mediante la honestidad
del escritor consigo y con su proceso de creación. De uno u otro modo,
encontrar una lengua privada en la lengua de todos, es el verdadero desafío, y el unico objetivo es descubrir en los
intersticios de una lengua de mil maneras impuesta, lo verdadero y lo genuino.
Estoy
diciendo esto ante ustedes, esta tarde, consciente del lugar en el que estoy,
un espacio de intenso intercambio en el que la Fundacion SM lleva adelante, conjuntamente
con diversas sedes de países de Latinoamérica, grandes esfuerzos de
articulación de las literaturas destinadas a niños y jóvenes de España y América.
Esfuerzos para potenciar la circulación de esos libros en los muchos países de
esta lengua que tantos y tantos compartimos; esta lengua que hablan quinientos
millones de personas en el mundo. Lo digo deseando profundamente que unos y
otros, de aquí o de allá, podamos volvernos más y más conscientes de que la
uniformidad no es el camino para que esa lengua que compartimos se mantenga
viva; que si hay caminos ellos no están en la rigidez sino en la flexibilidad,
en la posibilidad de aceptar la potencia de lo diverso y de lo múltiple, la
riqueza del permanente movimiento. Debemos recuperar la idea de que la riqueza
está precisamente en nuestra diversidad. Los niños españoles y los niños
latinoamericanos necesitan leer y oír esa diversidad de voces, y también lo
necesitamos nosotros los adultos. Necesitamos, en fin, oírnos los unos a los
otros en nuestras semejanzas y nuestras diferencias, oírnos en los múltiples meandros
que ofrece este idioma nuestro en el que Cervantes y Rulfo, García Marquez y
Sor Juana, Gabriela Mistral y Luis de Góngora, Quevedo y Borges…. entre muchos
otros, abrieron con mano de seda y de hierro los intersticios de la lengua que
de mil maneras les había sido impuesta, para encontrar algo de aquello que Emily
Dickinson llamó la pequeña voz del mundo.
Bibliografía:
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Diciembre de 2009. Revista Ñ
Klemperer, Victor. La lengua del Tercer Reich. Tercer Reich.
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Vinderman, Paulina. Una vasija llena de memoria
Phillip Sollers. Prólogo a De la Gramatología, de Jacques
Derrida. Siglo XXI editores, Mexico
Excelente! Gracias, Val.
ResponderEliminarGracias, Didi, por tu comentario! sí, como siempre, un placer leer a Tere.
ResponderEliminarEste texto me posibilitó ampliar el panorama ante la preparación de un examen final. También engrandecer el pensamiento, las visiones, las concepciones acerca del habla, la lengua, el lenguaje, la escritura - y su misterio de la artesanía que en ella se oculta- y fundamentalmente la literatura. Porque me permite continuar el trayecto en los espacios de formación académica, más "madura", "más preparada" y hasta con mayor "convicción y seguridad" así como también para el laborioso trabajo del aula y fundamentalmente para la vida misma. ¡Gracias Poéticas de Infancia por contribuir con estos espacios de formación académicos por excelencia!
ResponderEliminarGracias, Adriana, por ser una fiel lectora del blog! Sí, es un texto muy interesante de Tere. Abrazo
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